lunes, 25 de septiembre de 2023

La hipótesis del hueco.

 Resuena, cuando le das forma, este hueco en mis intestinos. Parece que esté forjado de todos los recuerdos que jamás creé contigo.

Te veo sonreír y se me llena el pecho de júbilo. Parece que el sonido de tu risa todavía curva mis labios.

Me pregunto qué sentirás cuando piensas en el pasado. Yo siento unas gafas dobladas por uno de esos abrazos tuyos mal dados. Una carcajada por un pedo entre lágrimas, cuando me confesaste qué ocupaba tu corazón. Un madrugón por una ducha caliente, un apodo tonto que nos debiese unir para siempre...

Cuando la gente no me conoce, suelen verme como una persona transparente, feliz, de grandes diálogos y pocas ganas de callarlos. Las personas que me rodean me ven más bien hermética, de tristeza retenida, tapada con humor, evasiva, poco accesible y de conversaciones intensas.

Me gustaría contarte que soy ambas. Todo yace en mí, desde el punto más álgido de felicidad a la hondonada más oscura de tristeza. Todo soy yo,  todo me permito ser. Una naturaleza doble, subyacente en promesas, traumas, esperanzas y sueños.

Me pregunto cómo me verías tú si volviese a postrarme ante tus ojos, si pudieses ver en qué me he convertido.

En nudo está en mi garganta. La nostalgia me acompaña esta noche, pero viene aderezada con toques de felicidad. Me alego mucho que encontrases tu lugar allí donde fuiste. Espero que a ti nunca te pesase mi  ausencia, como para escribirme un martes de madrugada, embriagada de existencialismo.

A veces, siento que me gustaría desprenderme de ti. De ti y de cada persona que, de verdad, rasgó mi interior. Me gustaría querer de otra manera, que me costase menos dejar entrar y más dejar ir, porque no paro de leer que la vida es eso. Pero yo nunca quise ser una de esas personas sin brillo en los ojos.

Y no es que yo me ancle, no creo que sea para nada eso, solo es que no puedo repetir el amor, porque es un sentimiento tan puro, que no nace de cualquier manera, no nace con cualquier persona.

(...)

Tengo la teoría de que cada vez quedan menos huecos por crearse en el interior, porque la mayoría ya están ocupados por quienes nos marcaron de verdad y ya no nos acompañan. 

En esta teoría divago sobre el origen de la creación de un hueco y el peso que pueda tener en su portador. Sobre las personas que son conscientes de que los portan y quienes son incapaces de verlos.

Postulo porque los huecos significativos los crean personas que han sido realmente especiales y eso, eso es complicado. Veras... hay personas que creen que otras son especiales por el mero hecho de coincidir en su camino, de que se den coincidencias altamente improbables entre ellas o porque, tal vez, les resultes extrañas, diferentes, admirables...

No quisiera entrometerme yo en aquello que cada persona fija como su propio faro de Alejandría, solo que lo considero una manera simplificada de entender el significado de la importancia de un vínculo.

He visto grandes sentimientos alzados al viento, que se han evaporado a la primera ventisca. Curiosamente, suelen ser aquellos construidos en los castillos de naipes, al idealizar un vínculo en primera instancia, justamente por eso... por la magia que residía inicialmente en un encuentro.

No es que no tengan relevancia estos factores, al contrario, pero no creo que sea ese el material primario de un vínculo. La esencia reside en las tempestades y en cómo te hace sentir una persona.

Cuando quiero conocer realmente a alguien, sí es cierto que algo ha llamado mi atención. Pecaría de hipócrita si afirmase que no me atraen las personas extrañas, que parecen estar a medio acabar, que suponen un reto, que no parecen haber nacido para este mundo. Me gustan porque comprendo esa parte suya que no encaja; yo también cargo con una parte mía que no encaja.

Pero esas personas, suelen llegar e irse con la misma inconstancia.

Mis personas importantes rara vez cumplen ese patrón. Al final, todos tenemos fantasmas, no es algo especial descubrirlos en alguien. Lo especial es descubrir un corazón.

Cuando un corazón te habla, en tu interior resuena un hueco. Es como si tu cuerpo sintiese que ha dado con un hogar y se preparase para crearle una estancia, solo que es un proceso largo, mucho más allá de un salto de fe.

Un corazón te habla cuando ves tu misma chispa en los ojos de otra persona al contarle aquello que te hace feliz o te turba. Cuando hay lugar para el "yo" y el "tú", de tal manera que convergen, se unen y separan. Cuando alguien se esfuerza en entender y cumplir tus necesidades tanto como tú te esfuerzas en entender y cumplir las suyas.

A veces, nos rodeamos de personas durante años, pero nunca han creado un hueco. Hay personas que lo saben, porque interpretan los silencios, y necesidades para consigo mismas, y saben del no tan extraño ser pasajero que les acompaña. Pero la mayoría no. La mayoría creen que el tiempo es el forjador de huecos, sin saber que la esencia no reside ahí.

He compartido años con personas que un día se fueron y mi cuerpo nunca las quiso de vuelta. He compartido mucho menos tiempo con otras cuya esencia, extraída con el dolor de su ausencia, creó un hueco.

Lo sé. Hablo sin hablar. Es complejo explicar qué cataloga a una persona hogar. Yo siempre digo que nacen en las tempestades, porque es ahí donde ves la verdadera naturaleza de una persona. Quien pasa una tempestad y ningún barco ha naufragado a su lado, si nadie ha vigilado su naufragio desde el faro o desde el mar con un pequeño equipo de rescate y poca fe en poder utilizarlo, es que está realmente solo. Tal vez porque que sólo había un interés común, un punto de unión cuyo origen pudiese ser realmente "mágico" o largos años compartidos y mucho miedo de tirarlos por la borda.

Cuando alguien hace latir tu corazón en medio de esa tempestad, porque sabes que, cuando la pases, te esperará en algún punto de camino (si no ha saltado al agua contigo), es ahí donde tu cuerpo crea un hueco.

Por desgracia, los huecos con cada vez más escasos. Los cuerpos ya no se preparan para crearlos. ¿Para que llenarlos de una esencia que puede desvanecerse si muchas otras esencias pueden rozarnos la piel y ocupar el lugar de quienes se han ido? Como en un ciclo constante, sin descanso. Para que el cuerpo no note esa ausencia de dopamina.

Las personas son carcasas vacías. Pocas esencias radican en sus interiores o pocos huecos. Son efímeras, interesadas y se esfuman previo a que algo les importe de verdad. La sociedad crea narcisistas con los que pasar un rato de júbilo, entrena a las mentes para ello. Seres de ojos opacos, sin brillo, que se nutren de fingir felicidad cara al resto de narcisistas.

¿Cómo alguien iba a querer abrir un hueco en una sociedad de personas sin alma que, probablemente, quieran nutrirse de la tuya?

Supongo que desandar mis pasos aquí sea lo más correcto.

domingo, 17 de septiembre de 2023

La hipótesis del abismo.

 Ha mirado fuera de una misma y no ve nada.

Se desconoce en los ojos que le devuelven la mirada, tal vez porque no comprende las realizaciones de esos ojos, distantes y cercanos.

Trata de mudar de piel, viste un nuevo traje. Pero sigue adornando ese traje con sus gafas de cristales tintados.

El abismo ha cambiado. Lo nota. No es el mismo que le ha devuelto la mirada durante tantos años.

En el fondo, ya no ve el caos, ahora escucha el eco de un tambor, profundo, retumbar de manera sosegada.

Ahora, el caos solo permanece adherido a su piel. Y no le sirve. Siente que ya no le sirve.

Su alma vibra, resuena por si misma. Ya no necesita que el abismo la absorba para rehacerla, sabe coger los fragmentos y utilizarlos. Hacerlo sin el caos.

Se quita la piel. Ya no es cuestión de cambiar de muda, es cuestión de dejar sus cicatrices a un lado.

El caos es astuto, en parte, todavía se adhiere a su cuerpo despellejado. Pero ya no es lo mismo. Ese cuerpo ya no es suyo, ya no va a hacer lo que quiera de él.

La viajera está bajando de nuevo al abismo, pero, esta vez, es diferente. 

Ya no espera perderse en sus profundidades. Mantiene a raya la oscuridad; tiene que ser parte de su luz, no una piedra en su mochila.

El abismo es claro esta vez, porque su luz nunca había brillado con tanta fuerza. Eso le aterra.

La luz, a mayor visibilidad, más sencilla es de robar, de mancillar; de apagar. Tiene miedo, no quiere que se aprovechen  de su luz.

Pero el abismo es claro ahora. Entre el eco del tambor, escucha a su voz susurrar:

- Hasta donde llegues. Esta vez, sin perderte.

Sus palabras, livianas, suenan sencillas, pero ella tiene bagaje. Sabe los pedazos de alma que ha perdido, reclusos, entregados a otras personas que los destrozaron.

- ¿De qué tienes miedo?

Susurra el abismo. Y qué absurdo se le antoja a ella. Como si no fuese más que evidente.

Tiene miedo de volverse a perder. De entregar sin recibir. De ayudar a sanar y volver a enfermar.

El abismo ríe: sus miedos le parecen insignificantes.

- Ahora, ya no vistes el caos. Sabes dónde parar. Si te pierdes, sabrás anteponer tus necesidades. Que el miedo no te quite la oportunidad de conocerle. Que tu templanza no se vaya antes de tiempo.

La viajera duda:

- No conozco esta parte del camino -le reconoce-. Nunca antes he andado con nadie de esta manera.

- ¿Y tan malo es eso? Igual, por eso este sea el camino que debas seguir.

- ¡Pero no sé seguirlo!

Trastabilla y resbala. Cierra los ojos con fuerza. El caos se adhiere a su pecho, lo oprime. Es ahí donde más daño puede hacer; lo sabe.

La viajera se aferra a las rocas. Va a volver a subir. Siempre lo hace.

- Tú llamas al caos.

Susurra el abismo.

- ¡¿Y cómo dejo de hacerlo?!

Grita ella, desesperada. El abismo aguarda, antes de preguntar:

- ¿Cómo sabes que vas a volver a subir?

- Porque siempre lo he hecho.

- Eso no quiere decir que vayas a volver a subir. No conoces el futuro.

- Pero confío en mí. Sé que lo haré.

- Pero puedes estar equivocada.

Pero es un riesgo que asume, ¿quién sería ella si no luchase?

El abismo ríe; ha escuchado sus pensamientos.

- Una persona adormecida por el miedo, por el caos. Eso serías. Eso estás siendo.

- ¿Y si sale mal?

- ¿Y si sale bien y tu miedo te lo impide?

La viajera ríe. Se siente pequeña. Estúpida.

El nuevo camino es hermoso y el tambor que retumba, que le aguarda a lo lejos, que le apacigua, es de él. Pero tiene tanto miedo como ella; también tiene caos.

Ella sabe de sobra lo que es eso. El caos le ha aferrado el pecho toda la vida, le ha hecho alejarse de lugares en los que quería permanecer, le ha hecho asilarse.

Si el tambor que escucha se apaga, si también se deja dominar por el caos, ella no puede hacer nada. Su bondad tiene que tener un límite, pero este límite no debe marcarlo su propio caos. Es algo que ahora sabe.

Este límite debe marcarlo ella, cuando vea que se pierde en el camino nuevo y no tiene vuelta atrás. No antes de haberle prestado su luz, no antes de haber llegado al tambor e iluminar juntos las tinieblas.

domingo, 3 de septiembre de 2023

Mi mochila.

Me llamo Alicia y tengo 29 años.

Cuando era pequeña, mi clase, de ocho personas en total, se regía por dos grupos. Cuatros chicos, cuatro chicas y un líder en cada uno de ellos.

La líder de las chicas tenía una mejor amiga a la que manipulaba para que hiciese lo que ella quería, y al resto, nos trataba como si fuésemos basura. Éramos los animales o los chicos en los juegos de chicas y, cuando mi mejor amiga, Sandra, no pudo aguantar más y se cambió de colegio, me tocó enfrentarlo sola.

Los chicos me pegaban cuando a la reina de las chicas le parecía bien. Para evadir, me apuntaron a patinaje, donde se metían conmigo por no saber patinar. También se metían conmigo por ser hija de un pescatero, por ser alta y por llevar gafas.

Cuando me apunté a la falla, presenté a las amigas que hice a las amigas de mi clase. Yo siempre he sido cabezona y no me dejaba mangonear. Eso no le gustaba a una de las chicas, que decidió que era mejor que nadie me llamase.

Una de mis amigas vivía en mi patio. La oía bajar sin tocar mi puerta, como si yo no fuese lo suficientemente importante como para tenerme en cuenta.

Cuando llegaba a casa, era mi padre quien me aislaba de ese mundo. Quien entendía que, a quienes llamaba amigas, me hacían daño, pero yo les quería igual. Mamá me reñía, creía saber siempre qué era lo mejor para mí, olvidando que apenas tenía once años y para mí era normal eso que ellos conocían como bullying.

En el apogeo de esa tristeza, falleció nuestra perra familiar; Canela. Me desperté un domingo porque mis padres discutían. Ella estaba allí, frente al balcón, espumando por la boca. Es el último recuerdo que tengo de ella. Yo tenía diez años y fue mi primer contacto con la muerte.

Mi abuela Visita siempre decía que no hay que llorar por un animal, porque la vida te trae una muerte peor. Yo estuve un año llorando a Canela, hasta que la regla de mi abuela se cumplió…

El recuerdo que tengo de Papá es como un bálsamo. Él y yo veíamos películas y series de super héroes juntos. Leíamos en la cama y compartíamos anécdotas. Comíamos helados todos los viernes, era nuestro pacto inquebrantable. Bajábamos al quiosco y pedíamos dos, de esos que solo viene congelada la nata y se deja caer con una máquina sobre un cono de barquillo. Luego, subíamos a casa a ver héroes; esa era nuestra religión.

Tal vez fuese otro de los motivos por los que me hacían bullying; me llamaban mimada y llorona, porque mi padre me recogía en su burbuja de frikismo cada vez que las cosas se torcían.

Falleció a la edad en que empezaba a darme vergüenza que existiese. Tengo recuerdos amargos clavados como estacas que, por más que los escriba o abra del todo mi corazón, no dejan de hacerme llorar.

Recuerdo su famélico cuerpo consumido por el cáncer, de patas finas y barriga hinchada, pegado a una máquina de oxígeno.

Recuerdo el día en que, viendo una serie juntos, cogió el último kiko de mi mano, el más grande, el que había estado guardando todo el tiempo, y se lo comió. Mi acto reflejo de niña estúpida fue coger un berrinche y pegarle puñetazos y patadas. A él. A quien me sacaba de la tristeza. A su cuerpo débil. Por un kiko.

Recuerdo no querer que me acompañase en la presentación de fallera porque me daba vergüenza cruzar con mi padre una pasarela. Sin saber que era su último año y que quería tener esa experiencia conmigo.

Recuerdo ver cómo un médico venía a casa y le clavaba una aguja enorme para sacar el líquido que le encharcaba los pulmones. También recuerdo ser yo la que le midiese la diabetes, pinchar su barriga llena de moretones porque en casa no se atrevían.

Le recuerdo a él, en la mesa del comedor, con las manos de mi madre entre las suyas, diciéndole que era el amor de su vida. Diciéndole que tenía que ser fuerte.

Sobre todo, recuerdo su último día. Porque cuando mi madre y mi hermano se fueron al hospital, yo preferí quedarme en casa, en el ordenador. No me despedí de él. Ya no le volví a ver.

Por eso nunca he querido que su dolor se vaya. Me recuerda que lo merezco por lo que fui. Por lo que no valoré y perdí.


Cuando se fue, mamá empezó a tomar antidepresivos y se perdió en el camino. Olvidó que tenía dos hijos pequeños y una casa que sacar adelante. Mi hermano tenía dieciocho años y el mundo se le caía encima entre el infierno en que se habían convertido nuestras cuatro paredes, así que, casi no pasaba tiempo en casa.

Yo me quedé sola, aislada del mundo. En mi cuarto, con mis juegos. Sin que nadie me sacase de casa, me dijese que todo iba a estar bien, me demostrase que me quería.

Rajaba mis brazos con cuchillas de afeitar. Sentía que quería irme de aquel infierno, pero, a la vez, no quería hacerlo. Y el dolor que sentía en mis brazos me calmaba, porque me hacía sentir que era real, que estaba viva.

Mis amigas me habían dejado aislarme. Rara vez venían a verme y, cuando volví a salir a la calle, mi mejor amiga, Sandra, había hecho una nueva mejor amiga.  Yo estaba fuera de ese ruedo.

Nuestra amistad siempre fue intermitente, pero se afianzó en el instituto.

No fue una etapa mejor, porque yo tenía depresión y me ocultaba tras el humor; las lágrimas del payaso. Pero, cuando llegaba a casa, la pesadilla se tornaba nítida de nuevo  y era Sandra quien me sacaba de ella, quien se había convertido en una hermana para mí.

El bullying mutó, y pasé de ser la excluida a ser la rarita, la fea. Tengo grabados insultos y canciones en la cabeza que no se irán jamás. Que hicieron que, llegar a quererme y aceptarme fuese tan complejo que, aun a día de hoy sigo sin querer salir en vídeos o fotos, sin querer ver mi nariz.

Sandra estuvo allí. Fue mi abrigo en las noches de frío. Fue quien me ofreció su disonante casa, con bastantes más problemas que la mía, como si fuese una más.

Recuerdo ir llorando en noche vieja a su casa, en plena noche mientras sonaban las campanadas. Yo había vuelto a discutir con mamá. Una de esas discusiones en que me tiraba del pelo hasta el suelo. En que me decía que me fuese por ahí a que me follen y en la que yo le decía que prefería que se hubiese muerto ella a papá.

Recuerdo a su madre decirme siempre que yo era la verdadera amiga de su hija, "la niñera" de la perra y no la "come galletas" por la que me había cambiado una vez.

Recuerdo ver películas con sus hermanos, de nuevo, como una más.

Sobre todo, recuerdo cuando me partieron el labio por accidente. Me lo cosieron y no lloré. Cuando me preguntaron si necesitaba algo, yo lo tenía muy claro: Sandra. Y la sacaron de clase para que viniese conmigo. Rompí a llorar al verla, me refugié en sus brazos. Nunca jamás podré olvidar aquel momento, porque sentí, de verdad, que yo tenía un hogar.

Sandra creció con las inquietudes del resto. Ella salía de fiesta, quedaba con chicos y yo... Yo me quedaba en casa jugando a la play, leyendo, dibujando o durmiendo. 

El mundo se empezó a abrir entre nosotras, hasta el punto de que me olvidase, de ya no tirarnos cuatro horas al teléfono, de perder nuestros viernes de pizza.

Escribí una entrada, en este mismo blog, y ella la leyó. Fue el inicio del fin porque, a partir de ahí, por inmadurez y orgullo, no pudimos entender los sentimientos de la otra y dejamos de ser amigas.

Tardé siete años en dejar de llorar por ella. Nunca pude volver a tener una mejor amiga. Mi corazón quedó cerrado a cualquier chica hasta que, el año pasado, llegaron Celia y Ana.

Aslan llegó a mi vida justo antes que Sandra se fuese. Fue el intento de mi madre por sacarme de la tristeza. Fue el intento más bonito. Mi escucha, mi faro de Alejandría. El motivo de mi lucha eterna.

El fin de esa historia está en este blog, al igual que mis heridas de amor.


Me llamo Alicia, tengo 29 años y este año he dejado atrás casi toda mi ansiedad social. He conseguido dejar entrar, aunque poco a poco, a gente nueva que se ha convertido en un pilar. 

Mis heridas emocionales han seguido latentes, han seguido llamando al miedo, han seguido haciendo que, confiar en la gente, siempre sea un salto de fe. Aun así, no dejo de hacerlo. No voy a dejar de hacerlo. 

Esta mochila pesa, pero nunca me ha impedido amar a quienes entran, aunque se hayan terminado yendo o los haya echado. Me hace ir más lento, pero no me impide caminar.

Es una mochila que asusta, que provoca compasión, que hace que la gente cambie la manera en que me mira. Por eso me cuesta compartirla, porque yo no soy sólo mi pasado. 

Yo soy muchas otras cosas, entre ellas; mi resiliencia.

sábado, 2 de septiembre de 2023

Petricor.

 Las coincidencias no existen. Todo me está llevando a ti.

Mi alma sabía que iba a llover, o tal vez me esté volviendo loca.

Petricor, petricor...

El olor que acompaña la lluvia, recorriendo, suave, fresco, mi sistema respiratorio. Qué mágico es algo tan simple. Qué puro es algo tan simple.

La lluvia de hoy me apacigua, ha sacado el miedo por un momento. Las cosas no cambian, no dejo de ver esta tediosa incompatibilidad, aun así, estoy serena para pensar en ti con dulzura. Para pensar en ti a través de la lluvia.

Me está calando sin rozarme, al igual que lo estás haciendo tú en este momento. 

El olor me mece, nos transporta a ambos a la nada, en medio de las gotas. Veo tus ojos brillar con fuerza, como cuando me cuentas algo que te apasiona. Me dicen que también te has alegrado de conocerme, aunque solo sea una pequeña parte; esa que va a ser siempre tuya.

Tengo el corazón preso, hecho un amasijo de vacío, descompasado. Quiere gritarme que él manda, pero hace muchas malas experiencias que no lo hace.

Yo sé lo que valgo, lo que merezco, lo que necesito. Y también sé que eres puro, que eres bueno, que me quieres a tu verdadera manera, que tal vez sea esta que ha salido al disiparse un poco la intensidad.

Yo no tengo una manera distinta de querer. No soy de términos medios en el amor, siempre voy con todo. Me cuesta que alguien entre al interior absoluto, es una construcción lenta y de mucho interés, no de un mes, ni dos. De muchos más. Mucho tiempo rasgando, amueblando, afianzando mi confianza.

Una vez alguien entra, es difícil que salga, aunque decida no estar en mi vida. Si sale fácil, es que nunca llegó al núcleo, o que fui haciéndole retroceder, capa a capa, para poder dejarlo marchar en paz.

Soy así, de pocas personas que me importen, pero por las que sacrificaría mis necesidades porque sé que es tan recíproco y mutuo, que no tengo miedo en comprender y aceptar los biorritmos y altibajos. 

Pero para eso, para eso necesito construir. Para querer con el alma, hay que tocarla muchas veces, desde el interior, desde las deconstrucciones, desde las cenizas de las desavenencias, porque es ahí donde se conocen realmente las personas, y no desde esos hermosos páramos de las similitudes, sin salir nunca de la zona de confort.

Petricor, preticor...

Hoy somos nosotros todo lo que se mueve en mi pecho. Porque lo entiendo y lo acepto. Te quiero como para que no te vayas, te quiero para darte mi amistad una vez se haya pasado el duelo.

Porque eres especial, qué raro que diga eso... Siempre soy yo la que se cree especial.

Eres diferente, como una extraña reliquia y hoy, de alguna manera que ni yo comprendo, percibo el dolor del que me has dado pocos matices, pero que siento que anida en tu interior.

Hoy entiendo mejor tu duelo y tus miedos, hoy son míos también. Son míos, como para no querer dejarte solo nunca, como para ser una vela en tus tinieblas.

Sólo déjame decirte cómo me siento, déjame escuchar cómo te sientes tú. Sólo dejemos los miedos a un lado y entendámonos, por difícil o distintas que sean nuestras maneras de sentir. 

Déjame hacer el duelo y volver para no irme nunca.