domingo, 3 de septiembre de 2023

Mi mochila.

Me llamo Alicia y tengo 29 años.

Cuando era pequeña, mi clase, de ocho personas en total, se regía por dos grupos. Cuatros chicos, cuatro chicas y un líder en cada uno de ellos.

La líder de las chicas tenía una mejor amiga a la que manipulaba para que hiciese lo que ella quería, y al resto, nos trataba como si fuésemos basura. Éramos los animales o los chicos en los juegos de chicas y, cuando mi mejor amiga, Sandra, no pudo aguantar más y se cambió de colegio, me tocó enfrentarlo sola.

Los chicos me pegaban cuando a la reina de las chicas le parecía bien. Para evadir, me apuntaron a patinaje, donde se metían conmigo por no saber patinar. También se metían conmigo por ser hija de un pescatero, por ser alta y por llevar gafas.

Cuando me apunté a la falla, presenté a las amigas que hice a las amigas de mi clase. Yo siempre he sido cabezona y no me dejaba mangonear. Eso no le gustaba a una de las chicas, que decidió que era mejor que nadie me llamase.

Una de mis amigas vivía en mi patio. La oía bajar sin tocar mi puerta, como si yo no fuese lo suficientemente importante como para tenerme en cuenta.

Cuando llegaba a casa, era mi padre quien me aislaba de ese mundo. Quien entendía que, a quienes llamaba amigas, me hacían daño, pero yo les quería igual. Mamá me reñía, creía saber siempre qué era lo mejor para mí, olvidando que apenas tenía once años y para mí era normal eso que ellos conocían como bullying.

En el apogeo de esa tristeza, falleció nuestra perra familiar; Canela. Me desperté un domingo porque mis padres discutían. Ella estaba allí, frente al balcón, espumando por la boca. Es el último recuerdo que tengo de ella. Yo tenía diez años y fue mi primer contacto con la muerte.

Mi abuela Visita siempre decía que no hay que llorar por un animal, porque la vida te trae una muerte peor. Yo estuve un año llorando a Canela, hasta que la regla de mi abuela se cumplió…

El recuerdo que tengo de Papá es como un bálsamo. Él y yo veíamos películas y series de super héroes juntos. Leíamos en la cama y compartíamos anécdotas. Comíamos helados todos los viernes, era nuestro pacto inquebrantable. Bajábamos al quiosco y pedíamos dos, de esos que solo viene congelada la nata y se deja caer con una máquina sobre un cono de barquillo. Luego, subíamos a casa a ver héroes; esa era nuestra religión.

Tal vez fuese otro de los motivos por los que me hacían bullying; me llamaban mimada y llorona, porque mi padre me recogía en su burbuja de frikismo cada vez que las cosas se torcían.

Falleció a la edad en que empezaba a darme vergüenza que existiese. Tengo recuerdos amargos clavados como estacas que, por más que los escriba o abra del todo mi corazón, no dejan de hacerme llorar.

Recuerdo su famélico cuerpo consumido por el cáncer, de patas finas y barriga hinchada, pegado a una máquina de oxígeno.

Recuerdo el día en que, viendo una serie juntos, cogió el último kiko de mi mano, el más grande, el que había estado guardando todo el tiempo, y se lo comió. Mi acto reflejo de niña estúpida fue coger un berrinche y pegarle puñetazos y patadas. A él. A quien me sacaba de la tristeza. A su cuerpo débil. Por un kiko.

Recuerdo no querer que me acompañase en la presentación de fallera porque me daba vergüenza cruzar con mi padre una pasarela. Sin saber que era su último año y que quería tener esa experiencia conmigo.

Recuerdo ver cómo un médico venía a casa y le clavaba una aguja enorme para sacar el líquido que le encharcaba los pulmones. También recuerdo ser yo la que le midiese la diabetes, pinchar su barriga llena de moretones porque en casa no se atrevían.

Le recuerdo a él, en la mesa del comedor, con las manos de mi madre entre las suyas, diciéndole que era el amor de su vida. Diciéndole que tenía que ser fuerte.

Sobre todo, recuerdo su último día. Porque cuando mi madre y mi hermano se fueron al hospital, yo preferí quedarme en casa, en el ordenador. No me despedí de él. Ya no le volví a ver.

Por eso nunca he querido que su dolor se vaya. Me recuerda que lo merezco por lo que fui. Por lo que no valoré y perdí.


Cuando se fue, mamá empezó a tomar antidepresivos y se perdió en el camino. Olvidó que tenía dos hijos pequeños y una casa que sacar adelante. Mi hermano tenía dieciocho años y el mundo se le caía encima entre el infierno en que se habían convertido nuestras cuatro paredes, así que, casi no pasaba tiempo en casa.

Yo me quedé sola, aislada del mundo. En mi cuarto, con mis juegos. Sin que nadie me sacase de casa, me dijese que todo iba a estar bien, me demostrase que me quería.

Rajaba mis brazos con cuchillas de afeitar. Sentía que quería irme de aquel infierno, pero, a la vez, no quería hacerlo. Y el dolor que sentía en mis brazos me calmaba, porque me hacía sentir que era real, que estaba viva.

Mis amigas me habían dejado aislarme. Rara vez venían a verme y, cuando volví a salir a la calle, mi mejor amiga, Sandra, había hecho una nueva mejor amiga.  Yo estaba fuera de ese ruedo.

Nuestra amistad siempre fue intermitente, pero se afianzó en el instituto.

No fue una etapa mejor, porque yo tenía depresión y me ocultaba tras el humor; las lágrimas del payaso. Pero, cuando llegaba a casa, la pesadilla se tornaba nítida de nuevo  y era Sandra quien me sacaba de ella, quien se había convertido en una hermana para mí.

El bullying mutó, y pasé de ser la excluida a ser la rarita, la fea. Tengo grabados insultos y canciones en la cabeza que no se irán jamás. Que hicieron que, llegar a quererme y aceptarme fuese tan complejo que, aun a día de hoy sigo sin querer salir en vídeos o fotos, sin querer ver mi nariz.

Sandra estuvo allí. Fue mi abrigo en las noches de frío. Fue quien me ofreció su disonante casa, con bastantes más problemas que la mía, como si fuese una más.

Recuerdo ir llorando en noche vieja a su casa, en plena noche mientras sonaban las campanadas. Yo había vuelto a discutir con mamá. Una de esas discusiones en que me tiraba del pelo hasta el suelo. En que me decía que me fuese por ahí a que me follen y en la que yo le decía que prefería que se hubiese muerto ella a papá.

Recuerdo a su madre decirme siempre que yo era la verdadera amiga de su hija, "la niñera" de la perra y no la "come galletas" por la que me había cambiado una vez.

Recuerdo ver películas con sus hermanos, de nuevo, como una más.

Sobre todo, recuerdo cuando me partieron el labio por accidente. Me lo cosieron y no lloré. Cuando me preguntaron si necesitaba algo, yo lo tenía muy claro: Sandra. Y la sacaron de clase para que viniese conmigo. Rompí a llorar al verla, me refugié en sus brazos. Nunca jamás podré olvidar aquel momento, porque sentí, de verdad, que yo tenía un hogar.

Sandra creció con las inquietudes del resto. Ella salía de fiesta, quedaba con chicos y yo... Yo me quedaba en casa jugando a la play, leyendo, dibujando o durmiendo. 

El mundo se empezó a abrir entre nosotras, hasta el punto de que me olvidase, de ya no tirarnos cuatro horas al teléfono, de perder nuestros viernes de pizza.

Escribí una entrada, en este mismo blog, y ella la leyó. Fue el inicio del fin porque, a partir de ahí, por inmadurez y orgullo, no pudimos entender los sentimientos de la otra y dejamos de ser amigas.

Tardé siete años en dejar de llorar por ella. Nunca pude volver a tener una mejor amiga. Mi corazón quedó cerrado a cualquier chica hasta que, el año pasado, llegaron Celia y Ana.

Aslan llegó a mi vida justo antes que Sandra se fuese. Fue el intento de mi madre por sacarme de la tristeza. Fue el intento más bonito. Mi escucha, mi faro de Alejandría. El motivo de mi lucha eterna.

El fin de esa historia está en este blog, al igual que mis heridas de amor.


Me llamo Alicia, tengo 29 años y este año he dejado atrás casi toda mi ansiedad social. He conseguido dejar entrar, aunque poco a poco, a gente nueva que se ha convertido en un pilar. 

Mis heridas emocionales han seguido latentes, han seguido llamando al miedo, han seguido haciendo que, confiar en la gente, siempre sea un salto de fe. Aun así, no dejo de hacerlo. No voy a dejar de hacerlo. 

Esta mochila pesa, pero nunca me ha impedido amar a quienes entran, aunque se hayan terminado yendo o los haya echado. Me hace ir más lento, pero no me impide caminar.

Es una mochila que asusta, que provoca compasión, que hace que la gente cambie la manera en que me mira. Por eso me cuesta compartirla, porque yo no soy sólo mi pasado. 

Yo soy muchas otras cosas, entre ellas; mi resiliencia.

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