jueves, 23 de noviembre de 2023

La llegada del invierno.

Ella es como una rosa, de esas que no se plantan en cualquier jardín. 

Estuvo mucho tiempo fuera hasta que conoció al sol. Lo observaba cada día, mientras todavía despuntaba, viéndolo desaparecer, maravillada. Seguía esperándolo aun cuando las nubes lo tapaban y no podía verlo, porque sabía que volvería. Porque ella ansiaba el  momento en que sus rayos la volviesen a acariciar, en que meciesen sus hojas y la impregnasen de ese calor tan especial; ese que a ella le gusta.

Siguió esperando al sol cada día, aunque hubiese llegado el invierno. Ella era una rosa terca y no le importó, siguió activa, esperando sus rayos, aunque ya no consiguiesen devolverle el calor. Siguió fuera, esperando su momento, ese en que el sol volvería a acariciar sus pétalos, pero, casi sin darse cuenta, llegó antes la ventisca y, por muy terca que fuese, no pudo ir en contra de su naturaleza; no pudo impedir que sus pétalos hibernasen.

En medio del hielo, pensó que, tal vez, ella se creía una rosa, pero que sólo fuese un florero.

De los que se guardan en el sótano, varios pisos más abajo, porque no te apetece ponerle flores. De vez en cuando lo subes, claro, la casa tiene que estar bonita cuando hay visitas, pero luego... Luego puede que estorbe; es un trasto que requiere espacio allí donde querrías poner otras cosas, encima, tienes que ir con cuidado... un golpe podría romperlo.

Al menos, supuso que debió ser un florero fuerte; rebotó varias veces contra el suelo. Hizo ver sus grietas, pero no se taparon. Trató de cambiar la rotación para que no se viesen, pero, la siguiente caída abrió del todo cada grieta que no se había reparado y terminó de romperlo.

Debió ser un florero de plástico, llegó a recriminarse, de esos en los que el agua resbala y el suelo no apabulla. Pero siempre supo que era de cristal, aunque quisiese parecer otra cosa.

Fue entonces cuando miró su anillo y recordó esa promesa; había olvidado que ella no puede volver a ser un florero... ella es una rosa. 

De esas que viven en un invernadero, donde los rayos de sol se quedan y la calientan siempre. Donde sus pétalos siguen suaves y cálidos, pero también sus espinas. Las que la hacen una rosa; fuerte y frágil.

No es culpa del sol, ¿cómo iba él a cuidar una rosa en medio de su invierno? 

Pero tampoco de la rosa. Si no se iba, el sol iba a seguir su naturaleza, pero ella... ella no.

martes, 21 de noviembre de 2023

Fondo de microondas.

 Quiero quitarme la piel y ver lo que hay debajo.

Como cuando miras un cuadro y creas una concepción de lo que la idea representa para ti, pero el autor ya lo ha conceptualizado y su significado hace que el tuyo carezca de sentido. Luego, ya no puedes mirar ese cuadro de la misma manera, porque ha mutado a tus ojos. Es un nuevo cuadro.

¿Soy yo eso? 

Hoy me siento como una idea inconclusa; todo mi sentido empieza a desvanecerse.

Hoy no me creo todas esas cosas que me repito que soy. Hoy no encuentro a nadie en el desierto. Solo una incoherencia, dentro de otra incoherencia, de otra…

Pero no hay profundidad. Todo es estático y plano en este desierto, no he encontrado ningún hoyo con sombra, aunque hubiese querido que sí.

A veces sueño con un fantasma. Quiere teñir su aura gris, pero no encuentra los colores, no sabe verlos. Yo se los describo y él me describe todos los espectros del gris. Entramos en un mundo distinto a través de los ojos del otro y completamos la visión sin un opuesto en decadencia, solo un hueco lleno. Pero sé que es un reflejo de mi ego, como tantas otras demandas de mi subconsciente.

El espectro de grises hoy me opaca los matices. Puedo ver el fondo de microondas en mis atropellos mentales, puedo ver que dar me desgasta y deja ese zumbido. Un regusto amargo.

Hoy me da todo igual. Mañana. Mañana le pondré un matiz.

domingo, 12 de noviembre de 2023

Festín de tiburones.

El sueño me carcome, pero no puedo dormir.

Supongo que porque ahora, con perspectiva, las ideas son más claras. Tanto que me arden en la cabeza, queriendo encontrar un puerto en el que desembarcar.

Por desgracia, muchos de ellos cerraron y otros, realmente, nunca estuvieron accesibles para este barco, por eso sigo a la deriva, achicando el agua con un cubo, sin conseguir mucho más que conversaciones inexistentes, idealizadas y poco reales.

El barco se hunde. Lleva horas haciéndolo pero no lo consigue. Parece que haya algo en él que lo mantenga eternamente a la deriva, pese a todo.

Las expectativas son como un navaja; cortan la piel hasta las venas y dejan que te desangres, a la espera de un remedio que no ha llegado. Tú misma podías conducir al hospital, parar la hemorragia, pero no lo hiciste, preferiste quedar a la espera de que alguien viese que te desangrabas. Pero ese alguien no llegó. Solo llegaron personas a llenar una copa de tu sangre, se pensaban que la dabas sin recibir nada a cambio, pero, oh querida… es culpa tuya. 

Ponerse en la piel del otro y olvidar la propia, podía resecarla, tanto como para que el filo de la navaja la destrozase y fuese imposible encontrar un remedio sin pedir ayuda. 

¿Por qué no la pediste? Porque no lo entenderían, claro. Es lo malo de la profundidad en los sentimientos, que nadie entiende por qué te desangras, si tenías tiritas para ese corte. Nadie ve que ha llegado a las venas, tal vez porque sus pieles sean más gruesas y la navaja no les afecta, pero tu piel es fina y no lo ven. 

O bueno, tal vez sí, pero sean incapaces de entender el dolor del filo sin haberlo llegado nunca a sentir.

Entonces, te desangras en un barco a la deriva. Qué gran festín para los tiburones.

jueves, 2 de noviembre de 2023

La hipótesis de la llama.

 A veces, es difícil.

El silencio ensarta el alma para alguien como yo. Parece que muera a la espera de encontrar a alguien con quien pueda hablar todos estos ardides que queman el interior.

A veces, reflexiono sobre las iteraciones humanas y en cómo cada uno es presa de sus propias necesidades.

Es posible que haya una brecha, inaudita para quien se deleita en el clamor de la sobreestimulación. A mí la sobreestimulación me queda pequeña. Me aburro, pues, si no consigo desentrañarme y desentrañar a otro, si ese otro no me desentraña y se desentraña.

He pensado, más de una vez, que no me gusta ser así. No por mi curiosidad en sí, sino por quedar insatisfecha; por ser una demandante en un mundo de huecos. Por ser tan difícil encontrar a alguien que no se canse de hablar de cualquier cosa a todas horas.

No es una demanda fortuita, de hecho, ni yo misma podría seguir el ritmo de una mente activa sin atrofiarme y descargarme. Tal vez el anhelo resida en no encontrarla y verme tantas veces sola, en un mar de conversaciones vacías y superfluas, que no sé cómo ocupar, cómo seguir...

A veces se me antoja extraño, plantarse frente a alguien que conoces y que el exceso de tiempo sin hablar, más que abrir muchos temas de conversación, para mí los cierre. Estar frente a frente con alguien que percibes como un extraño por el simple hecho de no tener un pequeño interés constante, por no haber conseguido mantener vivo el crepitar de la llama que prendía entre ambos.

La llama se apaga entonces y, cada vez, tienes menos ganas de hablar, porque tu mente curiosa también se ha ido apagando con esa persona y no se presenta de manera natural el compartir una inquietud a ese extraño tan familiar que te devuelve la mirada en busca de algo que contarte también.

Eso me lleva al mismo quebradero de cabeza una y otra vez... ¿a caso me estoy conformando por seguir los ritmos de los demás? ¿a caso soy demasiado exigente cuando tengo la llama prendida? ¿a caso ese fuego no prende en los demás como lo hace en mí?

A veces, siento que molesto al querer hablar. Es una horrible sensación acechante que echa arena a mi llama, que me hace cuestionarme si estoy compartiéndola con la persona adecuada. Que aparece en la cúspide de mi existencialismo, para doblegarme y replanteármelo todo.

E imploro, de nuevo, no ser así. Porque mis deseos entran en contradicción unos con otros, y mis sentimientos, desbordados, sacuden de nuevo mi cuerpo.

Entonces, el final de este quebradero es que creo que iré. Iré a ponerme en frente de un extraño, esta vez uno de esos que no es familiar, y tal vez así consiga saciar esa parte de mí que a veces pide, en un grito silencioso, que necesita ser escuchada para que su llama no se apague.

La hipótesis de la mente.

Soy "buena", no estúpida.

También conozco la naturaleza de las personas y, aunque mi inclinación se recree en la complacencia, no permito que el reclamo de otro sirva de hilos a mi cuerpo, como marioneta.

Donde otro frena. Donde otro rechaza, odia, aprende... yo compadezco. Imbuida en el dolor de su reclamo, yo compadezco y trato de entender. Sé que la maldad humana, intrínseca en nuestra naturaleza, también viene acompañada de traumas, heridas, educación... Otras circunstancias; otra persona.

A veces, yo misma soy la que se reclama frente al espejo:

"¿Por qué eres así?", me susurra mi reflejo.

Bueno, ¿a caso querría ser de otra manera? No, ese no es mi camino. Nunca lo ha sido.

Creo que bondad y maldad se rigen por un hilo muy fino, que ambos conceptos son ambiguos y pueden aplicarse a la mismas cosas y adquirir significados completamente distintos, en base a los valores de la persona que los juzgue. Por eso, la moral también la veo como ambigua y no considero que haya un absolutismo en todo.

Tal vez por ello, sea yo más comprensiva, más paciente con las acciones ajenas, menos proclive a reaccionar de la misma manera. También por eso sea más desconfiada, consciente de la dualidad humana, sabedora de que, en esa falta de absolutismo radica la ambivalencia, por ende, una persona pueda sorprendernos al no tener claro su trasfondo. Rompa nuestros ideales; quiebre nuestra confianza.

Ese es otro punto sobre el que suelo divagar tendidamente. ¿En qué se basa nuestra confianza?

En imponer, supongo, sobre otra persona a la que estimamos, nuestros ideales. De amistad, de familia, de amor, de compañerismo. Pero claro, esta es otra dualidad; el significado de una misma cosa varía en cada persona. ¿Cómo estar seguros, entonces, de que un mismo valor, auto impuesto, perpetúa en otra persona?

La respuesta es simple; no podemos. Ni siquiera si nos definen horas enteras de cavilaciones junto a ella, porque la naturaleza humana es mutable y reacciona ante las amenazas. Perder de vista que hay amenazas, incluso, en la más "simple" de las cotidianidades, es un craso error... supongo.

Hay algo de lo que siempre he estado segura; el poder de las palabras. El dialecto, creación humana para expresarnos, para comunicarnos y entendernos, es la primera puerta para nuestros fines como especie. Yo misma lo he visto, en mi propia piel, como las palabras, dichas de diferente manera, por una persona distinta, podían cambiar el concepto que tenía de mí y no reconocerme posteriormente en mis acciones.

Tener unos valores arraigados y fehacientes, sin la capacidad mental adecuada, a veces no sirve de nada. La mente es moldeable y los miedos nos turban, de tal manera que nuestros sentimientos afloran y se pierde el tratado de nuestra conciencia donde radica la esencia de quienes queremos ser, para ser opacados por quienes somos cuando sentimos una amenaza.

¿No es curioso? La mente humana; hermosa y aterradora.